Comentario
Los maestros hititas fueron también capaces de desarrollar sistemas de bóvedas en piedra, arcos parabólicos y pilares de sustentación de los que nos han quedado asombrosos ejemplos. Bajo el sistema defensivo de Yerkapi corre un famoso pasadizo ciclópeo, que con sus 70 m lleva desde el interior de la fortaleza hasta la poterna exterior. Grandes piedras apenas trabajadas, pero colocadas cuidadosamente por aproximación de hiladas, crean un tránsito de 2,4 m de anchura por 3 m de altura, con unos muros de 1,90 m de espesor. Las mismas bóvedas se repiten en otros nueve pasadizos abiertos bajo las murallas de la ciudad baja y en los tránsitos de las puertas ciclópeas.
Las ciudades orientales antiguas fueron sumamente variadas en su forma y estructura, fruto de un lento crecimiento natural en el que se mezclaban, de modo asombroso, las intervenciones estatales con las iniciativas privadas. Tiempo atrás, criticaba Paolo Matthiae el hecho de que los comentaristas suelen dar del fenómeno urbano oriental una imagen unitaria, falsa e histórica, elaborada a partir de algunos pocos ejemplos mejor conservados. Lo cierto es que la diversidad se impone, y que desde las ciudades de la llanura a las de las zonas montañosas caben todas las variantes.
Si consultamos el plano de la Ur excavada por L. Woolley, veremos cómo los particulares aprovechaban el menor resquicio para construir. Si lo hacemos con el plano de P. Neve sobre el caserío de Hattusa al noroeste del templo I, percibiremos lo mismo y además, constataremos la mezcla evidente de planificación global e iniciativa privada. Porque en la actividad constructiva de Hatti estaban presentes, por supuesto, la modesta iniciativa ciudadana que edificaba sus casas dentro del recinto urbano con bastante libertad, y las normas de paso y vías principales tuteladas por la intervención estatal. Porque es evidente que ésta y nada más, impuso unos mínimos criterios de ordenación -como la gran avenida que desde la Puerta Sur cruza los caseríos y corre 150 m entre los muros continuos del templo I y el complejo 1- en las ciudades de tradición antigua o, como en el caso de Emar, acometió una planificación global con esquemas rígidos de construcción y comunicación atendiendo a causas muy comprensibles en esa nueva fundación. Porque lo que nos ha permitido conocer esa vieja y lejana ciudad hitita es, ni más ni menos, que el más férreo ejemplo de intervención estatal.
En el marco de una campaña internacional de salvación arqueológica, durante los años setenta y bajo la dirección de Jean Margueron, un grupo de investigadores franceses sacó a la luz parte de los restos de la antigua ciudad construida a orillas del Eúfrates, en la frontera con Asiria. Con independencia de todos los datos de interés, numerosos y distintos, nos interesa ahora sólo el fenómeno mismo de la ciudad y su proyecto. Bajo las ruinas excavadas por los franceses, datadas en torno a los siglos XIV-XIII, resultaba que no había nada. ¿Dónde se encontraba entonces la Emar del III y de la primera mitad del II milenio? La respuesta era sencilla: en el valle que las aguas cubrían ya, porque la ciudad donde los franceses trabajaban resultaba el fruto de una refundación.
Puede que Suppiluliuma, pero en cualquier caso Mursili II proyectó y llevó a cabo la reconstrucción de una Emar filohitita -llamada ahora Astata- sobre una colina cercana a la que tanto había sufrido en el curso de las guerras sirias. Pero la elección de tal asentamiento iba a implicar necesariamente la acometida de un gigantesco proyecto de urbanismo que sólo un Imperio como Hatti estaba en condiciones de abordar.
La elección de la colina rocosa aseguraba una fácil defensa y un control visual seguro sobre rutas y fronteras, pero en virtud de su relieve hacía imprescindibles grandes y complicados trabajos de aterrazamiento previo a la edificación. Con un trazado ortogonal de calles y manzanas rectas asentadas sobre cimientos y zócalos de piedra, se construyeron las viviendas -como dice J. Margueron- en el más puro estilo anatólico y, en el punto más alto, dominando el valle y el caserío, un palacio.
Pero tanto en el caso de las ciudades de tradición antigua como en el de fundaciones semejantes a las de Emar, detrás y anónimamente estuvieron presentes arquitectos, maestros de obra, artesanos y obreros de probada experiencia que en nombre del rey o el propietario, con las técnicas ya analizadas, trazaron un estilo propio de edificios y ciudad. Pese a todas las controversias sobre terminología, etnicidad y arqueología, yo creo que sí es lícito hablar de un estilo hitita, pues como E. Akurgal dijera, conocer la atmósfera arquitectónica de Hattusa es la mejor manera de comprender el espíritu hitita. Y donde hay espíritu nacional, mentalidad propia y raíces, hay estilo.
La capital de Hatti fue una ciudad que llegó a alcanzar las 168 hectáreas de superficie construida sobre un relieve accidentado lleno de rocas, pendientes y colinas escarpadas. Aun hoy, Hattusa es un vivo ejemplo de ciudad montañosa que, como K. Bittel indica, no se explica por razones puramente prácticas. En su ya citado estudio sobre los dioses hititas de las montañas y las rocas, V. Haas puso de relieve la importancia que tales formaciones tenían en la mentalidad y los valores religiosos hititas. El amor hitita por los lugares rocosos y montañosos -como evidencia el santuario de Yazilikaya- tenía su base en el mundo de la fe. La santidad de las montañas -sobre las que los dioses se reunían cada año- queda patente en las ceremonias religiosas de los montes de Halwana, Puskurunuwa, Taha o Sidduwa y en cientos de advocaciones, amuletos y figuritas. No es extraño pues que la arquitectura hitita manifieste esa unión peculiar con la naturaleza. Porque los arquitectos hititas sacaron el mayor partido posible del relieve, pero fue un aprovechamiento integrador que respetaba y amaba la piedra, las rocas, llevándolas desde lo práctico, como en las murallas de Hattusa, hasta el misterio del culto a los muertos en el vientre de la montaña, la roca, la piedra y la mayor comunión mística en Gavurkalesi. Si tenemos presente siempre la mentalidad de los antiguos hititas y sus sentimientos religiosos manifestados en sus edificios, en su paisaje y en sus objetos, podremos entender algo de su mundo perdido y de las razones de su estilo.
El primer rasgo distintivo del estilo hitita radica en sus materiales y en sus técnicas, sin paralelo en el Oriente contemporáneo y que venían decididos por la geografía, la tradición y la mentalidad. Todo ello se sumaba en lo que K. Bittel llama utilización magistral de todos los valores ofrecidos por el paisaje. Y así, la arquitectura palacial hitita, con su mejor ejemplo en Büyükkale, presenta un estilo propio. Nos encontramos ante una serie de edificios independientes entre sí que, si bien todos relacionados con la función palatina y sus dependencias, no proceden del habitual esquema mesopótamico con sus patios centralizados y desarrollo casi ortogonal. Lo que sabemos del palacio provincial de Massathöyük, no hace mucho descubierto, difiere muy poco de lo que vemos en los patios bajo, medio y superior de Büyükkale y sus salas y sobre el hipotético origen hitita del bit hilani hay mucho que discutir.
En la arquitectura religiosa, la cultura hitita creó un cierto modelo particular y distinto al sirio-mesopotámico. Los templos hititas eran de concepción global cuadrada, con numerosas salas, patios no centrados necesariamente, acceso abierto en cualquiera de las fachadas y, eso sí, con la cella relegada a un lado del patio, no en su eje.
En cuanto a la arquitectura militar, el mundo hitita desarrolló los sistemas defensivos más sólidos hasta entonces conocidos, basados en la combinación de grandes terraplenes, glacis empedrados, dobles murallas con basamentos de piedra -no pocas veces ciclópeas-, lienzos, torres almenadas y, sobre todo, ciudadelas que en la tradición anatólica anuncian ya un rasgo militar esencial del mundo luvio-arameo.